Uno de los pensadores americanos
contemporáneos con mayor prensa, Leopoldo
Zea, viene difundiendo desde hace años su pensamiento acerca del conflicto
en torno a la identidad latinoamericana y su prédica se orienta hacia la
necesidad que tiene América de practicar, mediante una suerte de psicoanálisis
colectivo, una recreación cultural forjándose una nueva identidad. Para ello
cree este autor que América debe asimilar su pasado dentro de una dimensión
dialéctica. Para tal fin los americanos debemos negar nuestro pasado “con la
mejor de las negaciones, la histórica”.
Para estos intelectuales América ha vivido “a la sombra y de la sombra
de la cultura europea” a la que sin embargo y por eso mismo, siente ajena.
Porque los americanos, dice Zea, no sentimos a esta cultura “como el hijo
siente los bienes que del padre ha heredado. En realidad no nos sentimos como
hijos legítimos, sino como bastardos...”.
De manera que para librarnos de
esa paternidad ilegítima y de nuestro complejo de bastardía es necesario
reinterpretar la historia, nuestra historia. Será por ello que pocos años antes
de la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América vio la luz, en
la Argentina
una novela de Abel Posse, cuya
evidente y confesada pretensión es parodiar la historia para cambiarnos la
memoria. Como bien señala Alicia
Sarmiento en la
Novela Histórica, los escritores buscan recuperar el pasado y
recrearlo poéticamente, en cambio el fenómeno que esta autora ha llamado
“reescritura de la historia en la novela contemporánea”, provoca el resultado
exactamente opuesto “una ficcionalización de la Historia”, “una versión
no verosímil de la materia histórica”. Justamente eso y algo más es lo que ha
hecho Abel Posse en Los perros del
paraíso, novela en la cual se reinterpreta el Descubrimiento de América y
la acción de los protagonistas de esta epopeya -Colón, los Reyes Católicos, el pueblo español- en clave erótica y blasfema y por
motivaciones freudianas que el autor interpreta, según la ideología de Marcuse,
procurando por medio de los obsceno lograr la “desublimación de la cultura”. El
resultado de este esfuerzo es contundente. Esa obra “marca el hito más bajo en
la reescritura del Descubrimiento”, dice Alicia Sarmiento y aclara que esa
bajeza es de doble sentido: por una lado por su pobreza estética y por otro
porque es una mera suma y síntesis de todos los tópicos de la Leyenda Negra.
Hoy,
más que nunca, ante tanta procacidad y esfuerzo destructivo se hace imperioso
levantar la poesía promisoria, la poesía que construye, la poesía que eleva.
Hay una obra que hace honor a la lengua castellana, es la Biografía de Colón
del escritor español Felipe Ximénez de
Sandoval, titulada Cristóbal Colón,
Evocación del Almirante de la
Mar Océana.
Felipe Ximénez de Sandoval tuvo
“el privilegio y la gracia”, como bien dice Antonio Caponnetto, de pertenecer a
esa “escuela de poetas” que fue la Falange Española.
Decía José Antonio Primo de Rivera
en el discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29
de octubre de 1933 en el acto fundacional de la Falange Española -“A los pueblos no los han movido nunca más
que los poetas, y ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye,
la poesía que promete”.
Los méritos literarios de la
obra
Leer la obra de Ximénez de
Sandoval, Evocación del Almirante de la Mar Océana, hoy, es
levantar la poesía que promete, la lírica esperanzadora y edificante. Uno de
los grandes maestros que Dios nos ha concedido en nuestras tierras mendocinas, Rubén Calderón Bouchet, ha escrito que
“cuando un historiador limita su atención a las circunstancias puramente
fácticas de un suceso aislado, le basta exhumar la documentación apta para
arrojar la luz sobre el caso, sin preocuparse mucho por las motivaciones que
impulsaron a los protagonistas. Pero cuando se quiere penetrar en los
laberintos de las intenciones y propósitos para alcanzar el corazón secreto de
un movimiento histórico, no basta la erudición, no son suficientes los aportes
documentales, porque un acontecimiento histórico cualquiera compromete fuerzas,
trae a la reflexión principios morales, conflictos religiosos, dificultades
psicológicas difíciles de comprender para quien no tenga una sensibilidad y una
preparación adecuada... La historia forma parte de nuestra propia trama
existencial. No podemos penetrar en ella como en un recinto extraño. Es nuestro
propio laberinto el que se hunde en las sombras del pasado... El carácter mediador
del testimonio obliga al historiador a una faena de recomposición, donde
manifiesta su aptitud artística, su riqueza de registro y su imaginación, para
traer hasta la inteligencia del lector la espiritualidad única de la época que
considera. Tarea poética, pero con un propósito de expresar una formalidad cuya
estructura inteligible no depende de la fantasía creadora, sino de un orden
prescripto por la naturaleza misma de los testimonios”.
Ciertamente, Ximénez de Sandoval
logra mostrarnos a través de las páginas de esta evocación una sensibilidad
exquisita además de una heurística minuciosa subyacente. Este es el camino por
el que logra penetrar en lo más recóndito de la personalidad del Almirante y
este sitio histórico -el Descubrimiento- en el que se hunden las raíces del
Imperio hispánico, es visitado por el autor consciente de que su propio
laberinto vital como español, amante de su tierra, entronca con esta historia,
y es visitado por nosotros, lectores, americanos, en la certeza de que nuestro
laberinto vital enraíza en este mismo paraje.
La faena creadora que emprende
para revivir la figura del Almirante es en éste más lírica aún de lo que
pudiera ser en otro caso dado que, como bien analiza el autor en las Palabras
previas con que inicia la obra, ante la escasez de fuentes relativas a la vida
de Colón “su aventura no tendrá otro camino para acercarse a él que la
“Comprensión poética”, la invención, la re-creación”.
Su pluma, como vergel de
edificantes valores estéticos, llena las páginas con profusión de imágenes
bellas que nos llevan a acompañar al Almirante a través de las siete estancias
que sigue el recorrido de su providencial vida desde la cuna y la infancia
hasta el lecho en que le cubra la mortaja franciscana.
Hermosas metáforas acercan
nuestro pensamiento al Almirante en esta Evocación
y nos ayudan a comprender el alma compleja del Almirante: “...a Cristóforo le
pesa el oficio real de tejedor de telas, cuando su mente es un telar donde se
tejen sueños mágicos...” “...ese torrente de sueños que le hierve en las
venas...” “¡Dios quiere que las flechas de mis sueños prendan con el yugo de
esta España inmortal, en su servicio eterno tras los mares tenebrosos, que sus
quillas rasgarán bajo mi mando!” “Quisiera una sola nave, la suya, y sus ojos
tan sólo para buscar sobre las aguas la aparición de la tierra a él solo
prometida... Quisiera el monopolio del tremendo azar a que juega. Quisiera toda
la gloria o todo el fracaso para él... su alma absorbente ambiciona
totalitariamente su destino”. “...durante la travesía, el Almirante iba
“borracho de estrellas”.... Efectivamente, todas las estrellas se le habían
subido a la cabeza en tropel vertiginoso de plata y diamantes. Su vaho de luz
le deslumbraba, llenándole las venas de palpitaciones siderales” “...Esa sutil
embriaguez de nocturno constelado amplifica
-hasta el milagro de la plena certidumbre
en el éxito de la expedición- los pequeños mensajes de la tierra que
Dios le iba a entregar palpitante de virginidad”.
Por medio de frases bellas vemos
caracterizados con precisión a los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel
de Castilla como cuando el autor escribe sobre Fernando: “el rey de Aragón,
consorte en Castilla, no es hombre de corazonada. Antes al contrario, gusta
sujetarse el corazón y dominarlo siempre con la cabeza, de subordinar la súbita
inspiración genial a la lenta reflexión inteligente que madura y macera las
ideas, hasta convertir el mosto embriagador en un vino sedante”. Y refiriéndose a la Reina nos cuenta “de hinojos
ante un patético Cristo gótico, los labios de Isabel prorrumpen en una oración
fervorosa, en la cual pide al Altísimo protección para las vidas de aquellos
humildes y denodados vasallos... arriesgadores de cuanto tienen... para
ofrendar a la Corona
de Castilla ceñida a sus sienes rubias, la gloria de su sublime viaje a lo
desconocido... Cuando vuelve del oratorio al salón de los Embajadores... su
alma está encendida de ese júbilo secreto y misterioso que sólo siente la mujer
cuando advierte la maternidad cercana. Y es así. La reina doña Isabel I de
Castilla -la grande, la católica, la excelsa- está preñada de América”.
Expresiones pletóricas de una
plástica literaria enorme, nos trasladan a los lugares de la evocación, al
mismo tiempo que logra, por medio del trazo bello de su pluma, dibujarnos el
espíritu único, el ambiente irrepetible, la época. Cuando escribe “toda España
ardía en una fiebre de catolicidad exaltada por la guerra con los moros de
Granada. Cada mozo español soñaba emular las glorias de los santos y paladines.
Desde la reina y el rey abajo hasta el villano más humilde, los españoles
vivían en esa vigilia tensa de la que brotan los Imperios”. Cuando nos habla de
aquel viernes 3 de agosto en Palos de Moguer en que aquellos intrépidos
navegantes suben, como en la ascésis de una conversión, al Calvario de aquellos frágiles navíos: “ya
no son marinos ambiciosos; ya no son aventureros sedientos de riqueza y gloria;
ya no son hombres vulgares de barro pecador; ya no son carne mortal. Al
embarcar lentamente en las tres navecillas, entre el silencio impresionante de
los viejos, las mujeres y los niños, mudos de dolor porque marchan y de
envidia, porque se quedan, son mucho más que todo ello: son misioneros, son
cruzados, son héroes, son soldados de Cristo, que no van a conquistar un mundo
material, sino algo mucho más alto y más hermoso: a llevar la luz del Evangelio
a millones de almas ciegas de Dios, tras el misterio del Atlántico”. Cuando nos
muestra la tensa emoción del primer desembarco en tierra antillana “Don
Cristóbal Colón llega a la playa, besa sus arenas, hinca la rodilla y reza la Salve, con esa plástica
teatral que adivinarán todos los pintores “de historia” del siglo XIX. La tropa
española llora lágrimas de patria, mientras la grey indiana, un tanto cohibida
en su alborozo, se repliega con inquietud de brujería por lo que puedan
significar la cruz, el estandarte, el canto llano, las espadas y los garabatos
de la pluma de gallo con que el notario acredita sobre un pergamino la bonorum posesium de aquel cachito de
paraíso...”
Bella, como pocas, la escena de
la tierra americana y los sentimientos humanos en el preciso momento del
alumbramiento: “¡No seas tonto, marinerito de España!... Abre bien los ojos...
¡Extiende la mano y verás cómo me puedes tocar!... ¡Toca! Aquí playa; aquí
cantil; aquí bosque; aquí arroyo; aquí colina... Me puedes oler... Piña y
anémona, canela y vainilla... ¡Proclámame!... Hazme saber que soy tierra![...]
“-¡Tierra! -estalla en castellano la garganta viril de Juanillo Rodríguez
Bermejo.
“-¡Tierra! -repite un eco inmenso, que envuelve las carabelas, las islas,
las estrellas, el mar y el firmamento.
“-¡Tierra! -suspiran en su insomnio de Palos la esposa del piloto, la
novia del marinero, la madre del grumete.
“El
misterio se ha bautizado.
“El
Nuevo Mundo ha oído la primera palabra en castellano”.
El idioma, nuestra lengua
castellana, española, es el indiscutible aglutinante de la formidable unidad de
los pueblos hispánicos. Esa lengua que nos une y nos hermana, que nos fortalece
y cohesiona, que nos identifica hacia dentro y nos distingue hacia afuera. La
lengua que -como dice Humboldt- “es la manifestación exterior del
espíritu de los pueblos”; nuestra lengua es nuestro espíritu, o en la expresión
de Unamuno “la sangre de mi espíritu es mi lengua”. La lengua castellana
fundamento de unidad y escudo ante la diversidad. Así lo analiza el
hispanoamericano Julio Ycaza Tigerino
cuando dice que la lengua castellana, fundamento de nuestra unidad cultural,
fue “nuestro principal escudo contra el imperialismo norteamericano, porque
impidió nuestra total desintegración, y el aislamiento espiritual de nuestros
pueblos” que nos dio un sentimiento de unidad para defender nuestra soberanía y
personalidad histórica.
Nuestra lengua castellana, signo
de unidad cultural, vehículo de la Hispanidad que nos une recibe de parte de Ximénez
de Sandoval un homenaje en virtud de un excelente empleo de los términos, las
imágenes, y el garbo de una prosa rica en melodías y sonoridades castizas.
Conclusión
Creemos sin dudarlo, que, como
decíamos al inicio, hoy en un momento en que cunde la lírica destructiva, el
arte de lo feo y lo abyecto, leer esta biografía es levantar la poesía
promisoria del bien y la belleza. Es enriquecer esta hermosa lengua que nos
hermana culturalmente. Es repetir el acto fundacional de nombrar las cosas por
su nombre. Como cuando América se bautizó como misterio al oír por vez primera
decir en la voz de Rodrigo de Triana: Tierra. Como cuando los marinos
descubridores incorporaron “el oro de las palabras nuevas para el idioma de
Castilla” y el vendaval recibió el nombre indiano de huracán. Como dice Agustín de Foxá
“Dieron nombre a las cosas, como el Día
Primero,
cuando Dios dijo rosa, y mujer, y marfil;
todo el año cristiano bautizó el
derrotero,
cada virgen de España tuvo su isla de
añil.
...
El soneto en la selva y entre serpientes,
Cristo,
tendrá un “Octavo día” desde hoy la Creación,
pues navegó la Historia por un mar imprevisto,
y al azar de tres velas van Fray Luis y
Platón”.
España
se propuso forjar un Nuevo Mundo con lo mejor de su ser, de su espíritu, de su
moral y su estilo en un proceso de mutua asimilación que dio a luz formas
nuevas creadoras de la
Hispanidad -enseña Ramiro de Maeztu. No quiso que su
cultura fuera trasplantada a América como flor de invernáculo, a la que habría
que cuidar celosamente para que sus raíces no se secaran. Buscó asimilar
hombres y ser asimilada por los hombres. Podrán crearse formas locales, es
decir una cultura argentina, mejicana, peruana... pero lo que ninguna podrá
dejar de ser, es retoño de la cultura hispánica. Como dice el poeta: España es
“esa niña perdida y hallada en el templo de América”.
Por eso América es retoño del
tronco español. Por eso la
Macarena llegó a América y se vistió de Guadalupe. Por eso la
jota cordobesa y las castañuelas se volvieron aquí cueca, zamba y chacarera.
Por eso Don Quijote desembarcó en América y se hizo Martín Fierro o Segundo
Sombra. Por eso América sigue hablando, creando, sufriendo y viviendo en
español. Con la misma entraña y estilo de España y con esa vena heroica y
militante propia del espíritu hispánico. Y por eso la historia de Colón, como
escribiera don Julio Irazusta, es
tan nuestra como lo es la de España porque es la de los que fueron compatriotas
y hoy son hermanos de raza. Porque por medio de Colón y de España recibimos lo
mejor de la tradición espiritual de Occidente, que aún hoy tiene un nombre, y
ese nombre es: Hispanidad.
Andrea Greco de Álvarez