Dios como
Señor de la Historia dirige y gobierna providencialmente el desarrollo de las
naciones. Por eso es que suscitó a un hombre para que, guerreando en nombre de
Él y contra sus enemigos, vengara su Gloria y reivindicara sus Derechos y los
de su Esposa, la Santa Iglesia Católica. Nos referimos al Generalísimo Francisco Franco, que no tuvo otro legítimo
anhelo que devolverle España a Dios y Dios
a España.
Breves
antecedentes
Tras
aquellas insólitas elecciones municipales del 12 de abril de 1931 que si bien
es cierto dieron el triunfo a los monárquicos, debido a algunas victorias en
Madrid y otras importantes ciudades, trajo aparejada un estado de tensión
callejera tal que Alfonso XIII, decidió apartarse “de cuanto pueda lanzar un compatriota contra otro en fratricida guerra
civil”. Así nació la Segunda República.
El 14 de
abril el diario “La Voz” en primera plana decía: “¡Viva la República española! El nuevo régimen viene puro e inmaculado,
sin traer sangre ni lágrimas”. Pero en honor a la verdad, sería todo lo
contrario. La República se convertiría en el estandarte de la rebelión contra
su destino. Era la anti-España.
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Y por ser
anti-española debía ser anti-cristiana. Así lo manifestó el delegado español
enviado al Congreso de los sin Dios en Moscú: “España ha superado en mucho la obra de los soviets, por cuanto la
Iglesia en España ha sido completamente aniquilada”.
Pero
volvamos al año 1931. Al mes de instalada la República, el terror, el espanto y
el caos gobernarían España. Porque la Segunda República, presidida por Niceto
Alcalá Zamora, fue un rejunte de marxismo con liberalismo y masonería. 318
templos incendiados; bibliotecas, archivos y obras de arte consumidos por el
odio marxista. Y citemos solamente, sin entrar en detalles, las leyes sectarias
que atentaban abiertamente contra la dignidad y la libertad de la Iglesia, como
también aquellas medidas vejatorias y arbitrarias como la supresión de la
Compañía de Jesús y la incautación de sus bienes o el destierro del Cardenal Segura.
Las
llamas siguieron creciendo y el fuego devorador sólo sería extinguido recién en
1939.
Hasta
1933 el número de templos incendiados superaba los 1000. Los asaltos a
domicilios particulares y redacciones de diarios eran moneda corriente y los
fusilamientos y asesinatos se contaban por centenares.
En las
elecciones de finales del ’33 perdieron los liberales-marxistas, pero no se
ganó nada. “La victoria de 1933 fue una
victoria sin alas, porque fue, como la que se quiere obtener ahora, hija del
miedo. Los partidos sólo se agruparon por temor al enemigo común; no vieron que
frente a una fe atacante hay que oponer otra fe combatiente y activa, no un
designio inerte de resistencia”.[1]
No
podemos dejar de mencionar en estos breves antecedentes la Revolución de
octubre del ’34 en Asturias y Cataluña, ya que en estos episodios fue donde
recibió las palmas del martirio nuestro San Héctor A. Valdivieso Sáez (Fray
Benito de Jesús). Algunos hermanos lasallanos, antes de morir, sellaron sus
labios con el “¡Viva Cristo Rey!”. Cabe
señalarlo con claridad: en estos asesinatos el común denominador era el odio a
la Reyecía de Cristo. Tal era el odio que se llegó al paroxismo en no pocos
casos. Allí está el infeliz comunista diciéndole al Señor encerrado en el
Sagrario mientras lo apuntaba y disparaba: “Tenía
jurado vengarme de ti. Ríndete a los rojos, ríndete al marxismo”.
Ya en
febrero de 1936, con el gobierno del Frente Popular (socialistas, comunistas y
otros grupos radicalizados), el caos no se tolera más. Se dan vivas a Rusia y mueras a España. La
bandera comunista flamea por doquier.
El diario
“El Socialista” decía: “Las derechas
amedrentan a sus amigos con el recuerdo de octubre, diciéndoles que aquello fue
una revolución. No. Se engañan. Aquello no fue más que un conato de lo que ha
de venir, de lo que ha de conocer España”.
En París,
en la sede del Gran Oriente de la Masonería de Francia, se decide el asesinato
del jefe de la oposición española, José Calvo Sotelo. El 16 de junio durante el
debate parlamentario la diputada comunista Dolores Ibarruri, refiriéndose a
este grita: “Este hombre ha hablado por
última vez”.
Luego de
que el líder opositor señalara, entre otras verdades, que la causa del problema
estaba en el sistema democrático-parlamentario y en la Constitución del año
’31, el Presidente del Consejo, Casares Quiroga, lo sentencia a muerte. La
gallarda respuesta de Calvo Sotelo no se hizo esperar: “Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas las espaldas. Su señoría es un
hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza. Le
he oído tres o cuatro discursos en mi vida, los tres o cuatro desde ese banco
azul, y en todos ha habido siempre la nota amenazadora. Bien, señor Casares
Quiroga: me doy por notificado de la amenaza de su señoría. Me ha convertido su
señoría en sujeto, y por tanto, no sólo activo, sino pasivo, de las
responsabilidades que puedan nacer de no sé qué hechos. Bien señor Casares
Quiroga, le repito: mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto las
responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria y para gloria de
España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que Santo Domingo
de Silos contestó a un rey castellano: «señor, la vida podéis quitarme, pero
más no podéis. Y es preferible morir con gloria que vivir con vilipendio»”.[2]
El 13 de
julio con el pretexto de su detención fue arrancado de su domicilio para luego
ser salvajemente asesinado en el interior de la camioneta.
Con este
hecho y frente a la anarquía imperante, ya no se podía esperar más.
El 18 de julio
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNfK_cQ31b9O7qtcCqhQRv3r2YirWYXGNkEer6jkuxGTeLcJ_G5vkt37NWWi9rh8LbW9QsNu_cgRH2_7KOT2AQeLuerIxso7jZ9N7PD4TdFB78OkW8gOZ5-K2PPj0onbw_AFgcs1PvU28Q/s320/guerra_civil_espanola.jpg)
Pero la hora de la redención española había
llegado. Con valentía lo señalaron los
obispos españoles en la Carta
colectiva dirigida a los obispos del mundo entero: “estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales,
no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz”[3].
El 18 de julio aquellos que no habían perdido la
conciencia de su dignidad, aquellos que no querían que España sucumbiese se
alzaron en armas. Legítimamente se alzaron en armas contra el comunismo para
salvar la Religión, la Patria y la Familia. Recordemos que el 14 de septiembre
de 1936 el Papa Pío XI en la alocución a los refugiados españoles en Italia
envió de manera especial su bendición a aquellos que habían “asumido la
espinosa y difícil tarea de defender los derechos y el honor de Dios y de la
Religión, es decir los derechos de la conciencia”. Entiéndase esa bendición como augurio de la Bendición divina, que
llegó, pero también como una confirmación pontificia de la doctrina que enseña
que cuando un gobierno conduce a la sociedad a la anarquía, ésta puede
lícitamente alzarse contra aquél.
Porque lo que sucedió en España no fue una guerra
civil, aunque así apareciera. Tampoco los motivos fueron intereses políticos en
pugna, o la supervivencia de algún régimen de gobierno. Mucho hizo y hace la
leyenda negra respecto a esto. En España
se entabló una lucha de estricto carácter teológico, ya que “Cristo y el Anticristo se dan la batalla
en nuestro suelo”[4].
Recordemos que la guerra es un acto humano
indiferente. No es de suyo ni justo ni injusto; tampoco santo o profano.
Revestirá alguno de estos caracteres según sea el móvil que lo especifica, como
sucede con todos los actos humanos indiferentes. ¿Y cuál fue el móvil que
determinó la guerra en España? El Cardenal Gomá y Tomás hace observar que es un
motivo sagrado: “Quítese, pues, por otra parte como cosa inconcusa que si la
contienda actual aparece como guerra puramente civil, porque es en el suelo
español y por los mismos españoles donde se sostiene la lucha, en el fondo debe reconocerse en ella un
espíritu de verdadera cruzada en pro de la Religión Católica”[5].
Los más altos ideales, los valores eternos e
inmutables, fueron los que movilizaron a aquellos hijos de España, a salvarla:
el amor a Dios y a Su Santísima Madre la Virgen María, a la Patria, a la Santa
Madre Iglesia y al Hogar.
El heroísmo del combatiente español, que rubricaba
cada triunfo con la sangre generosamente derramada y con la más ardiente
plegaria que salía de sus labios, no fue la consecuencia de un buen movimiento
táctico o estratégico. La balanza se inclinaba a su favor, porque peleaba por
la causa de Dios. Porque el Señor, en su infinita misericordia, dando muestras
de su Providencia, tenía preparadas sus reservas en España para lanzarlas al
campo de combate para el triunfo definitivo de su causa.
Por eso, y sólo por eso, se pueden comprender
aquellos hechos de santidad y heroísmo como los del Alcázar de Toledo, el sitio
de Teruel, el de la ciudad de Oviedo, el de la Iglesia Santa María de la
Cabeza, y tantos otros que sólo Dios conoció y premió.
De
no haber habido un sólido sustento religioso y patriótico no podrían haber
emprendido la empresa de salvar a España. Sin estos sustentos, la Cruzada se
habría debilitado.
En
esta hora trágica de la historia, no perdamos de vista el significado de la
Cruzada.
No
son, justamente, tiempos bonanza lo que
estamos viviendo; sino todo lo contrario. La Santa Fe, inculcada por nuestros
padres, peligra y la rebelión contra Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia se
alza a pasos agigantados.
Tenemos,
en la Cruzada Española, un ejemplo digno para estos días. Han pasado casi ocho
décadas, pero esta, con sus mártires “está
ahí -pese a la manipulación intencionada- como un punto de reflexión intelectual, pero también como una bandera
alzada o una convocatoria viril”[6].
Prof.
Daniel O. González Céspedes
(Instituto
de Cultura Hispánica – San Rafael, Mendoza)
[1] Primo de Rivera, José Antonio; Obras completas, Ed.
Almena, Madrid, 1970. Pág. 846.
[3] Carta Colectiva del Episcopado Español a los
obispos del mundo entero, 3; en Montero Moreno, Antonio, “Historia de la
persecución religiosa en España. 1936-1939”; Madrid, 1961, pág. 728.
[4] Gomá y Tomás, Isidro: “El caso de España”,
Pamplona, 1936, pág. 16.
[5]
Ídem ant., p. 7 y sig.
[6]
Piñar, Blas, La última cruzada, en Memoria, Año I, N° 4, Julio 1994, p. 13.
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