La Christiada, géneros
literarios y fin del hombre
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La
dedicatoria a un Príncipe, el genus
sublime y la historia de la vida de
Cristo hablaban a las claras de un poema
heroico: se leía una epopeya y con esto, la referencia a toda una serie de presupuestos teóricos quedaba instalada[1].
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En el
mundo cristiano, los géneros siguen el esquema clásico, esquema que perdurará
hasta, inclusive, la
Ilustración. La diferencia, no menor, radica en que el fin
último del hombre para el cristianismo es Dios mismo y la llegada a Él implica
un programa de salvación. Programa que está pautado por
la vida sacramental: tiene su iniciación en el bautismo y su coronación en los
Misterios del Gólgota. Y esta fidelidad al programa teleológico
cristiano es lo que da esa inmensa libertad y unidad, al mismo tiempo, al canon
estético cristiano. Es lógico pensar que el genio cristiano se abocó, en un
primer momento, a la exégesis de las verdades evangélicas y que la producción
estrictamente literaria encontró en la tradición greco-latina, un oponente
difícil de asumir. En este sentido, la
epopeya fue sin dudas, el ejemplo más claro del esfuerzo que la primitiva
poesía cristiana hizo para levantarse frente
a la jerarquía aplastante de los modelos paganos[4].
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A las
inflexiones italianizantes del verso hay que agregar, en este período y
formando parte del mismo paquete, la promoción de textos griegos (de producción
y de crítica) tanto como la preeminencia de las Metamorfosis de Ovidio. Si los primeros introducen a Platón y a los
pitagóricos y dan lugar a la aparición de una literatura en cierto sentido
esotérica, Ovidio aporta la mayor parte del imaginario poético de la época y
casi la totalidad de las figuras nocturnas e infernales.
Tres factores del Barroco
hispánico
Hay,
además, tres factores históricos-culturales entre los siglos XVI y XVII que
modifican sensiblemente el funcionamiento interno de los grandes géneros en la Península y que van a
tener una influencia capital en la configuración del canon hispanoamericano.
Nos referimos concretamente al ya mencionado Humanismo derivado del Concilio de
Trento; a la preponderancia de la
Retórica como ciencia rectora no sólo de las ciencias teóricas sino y muy especialmente,
de las letras y de las artes plásticas
(pintura); y a las producciones tanto como a las disquisiciones críticas del
Torquato Tasso a quien debemos considerar el mentor de Aristóteles para el
siglo XVII.
En el
primer caso, el Humanismo de Trento, de neto corte jesuítico, significó, por un lado, la reivindicación de la inteligencia católica
deprimida por efecto de la
Reforma y propugnó, por otro, la aparición de una
abundantísima literatura religiosa en lengua vulgar que dio espacio a lo
que se conoce como Humanismo devoto, corriente que tuvo en España
representantes de inmenso prestigio tales como Fray Luis de Granada, Fray Luis
de León e inclusive los místicos: Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Esta literatura
se erigía, en primer lugar, como una propuesta “actualizada” de la Teología y Doctrina
cristiana y se insertaba en el programa de la Propaganda Fide.
Impuso,
además, este último humanismo, una iconología
basada en el Cristo histórico, tras la que se alinearon las numerosísimas
Vitae Cristi, y de manera especial, nuestra Christiada.
Señalamos
en segundo lugar, la preponderancia de la Retórica.
La interacción de la Retórica
y la producción poética se daba ya en el mundo pagano, pero se vuelve
preeminente con la Literatura cristiana.
Así es fundamental su presencia en la baja y alta edad media ya
que se asocia con un arte que lleva implícita
esa condición propagandística del cristiano: la evangelización es el primer postulado que
impone la ley de la caridad. La intención persuasiva, es, entonces el
principio constructivo y como el alma de la poesía[6].
Yo
pequé, mi Señor, y tú padeces;
Yo
los delitos hice, y tú los pagas;
Si
yo los cometí, tú, ¿qué mereces,
Que
así te ofenden con sangrientas llagas?
Mas
voluntario, Tú, mi Dios, te ofreces;
Tú
del amor del hombre te embriagas;
Y
así, porque te sirva de disculpa,
Quieres
llevar la pena de su culpa. (L.VIII:44)
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El
último de los factores señalados lo
hemos atribuido a la obra de Torquato
Tasso, tanto de su epopeya, La Gerusalemme liberata como de los Discorsi sul poema heroico[7]. Dos son
las aporías principales sobre las que Tasso observó el problema de la poesía:
- El problema del fin y utilidad de la poesía lo que supuso un arte puesto al servicio de la recepción. Esta preeminencia de la recepción por sobre los otros aspectos tiene su origen en la valoración que el clasicismo barroco hizo de la contemplación, actividad en absoluto superior a la propia labor del artista: no es el teknites sino el theatés el factor preeminente de la creación estética y sobre el que está puesta toda la validez universal del arte.
- Si la poesía se postula como una filosofía es porque se constituye como un modelo a cuyo servicio habrá que entender el esfuerzo de la inventio y la incorporación de lo maravilloso.
La
lectura que el Tasso hizo de la
Poética está pues,
basada en la Ética y en la Dialéctica
y por esta razón se desplaza el problema de la imitación y de la originalidad
en beneficio del thelos y el ethos. Habrá que esperar el
subjetivismo romántico del siglo XIX para que la reflexión estética recaiga
sobre los problemas de la creación poética y, de acuerdo con esto, mímesis y originalidad
sean los conceptos puestos a consideración.
Si estos
eran, en términos generales, los presupuestos
poéticos que se exigían
para que, según el rey, por
el modo
y estilo con que se recibiese y leyese y con este modo se levantase el
alma a la contemplación y devoción de la vida y muerte de Cristo, ¿cuáles
eran aquellos otros supuestos teóricos
que hacían que el dicho libro fuera de mucha utilidad a la República y al punto
tal que permitieran al mismo rey don Felipe a dar licencia, y facultad para le imprimir y privilegio por veinte años?
Próxima entrega: Cosmovisión político-religiosa
[1] Conviene recordar que la esencia de todo género
literario señala la presencia señera,
constitutiva de una supraestructura finalista, en la medida en que ese fin que
informa la obra poética justifica, por así decirlo, no sólo su sentido sino
sus aspectos constructivos. De otro modo, la teoría de los
géneros se vería agredida en aquellas producciones en las que la ausencia de ciertos rasgos histórico-estéticos determinados, entendidos
como inherentes al género en sí, producen
una variación sensible en la forma poética. Si se admite, entonces, una
consideración de los géneros que esté subordinada a los períodos que la Historia determina para
los movimientos estéticos, el verdadero valor de una obra literaria cede el
primer plano a lo meramente aspectual y contingente o se agota en el planteo de
una distinción dada. Surge así, la cuestión de si estas producciones son,
cabalmente, géneros literarios o han sido incluidas en la denominación por un
exceso de analogía. Ahora bien, si por un lado, aceptamos que el factor
histórico incide sobre la obra poética a partir de aquello que denominamos su
contexto, no es posible admitir, por otro, que la contingencia de la órbita
social de una obra sea la que determine su esencialidad genérica aunque haya
que aceptar, de todas maneras, que el conjunto de rasgos propuestos a partir
del contexto expliquen la resolución estética de los fines. De allí entonces,
que nuestra referencia a la Poética
se vuelva forzosa. Y esto por dos
razones: en primer lugar porque la epistemología y hasta una cierta
propedéutica literaria nacen con la
Poética y, en
segundo lugar porque la cultura que se instala en los virreinatos americanos,
en torno al Patronato y a la vida
conventual, está fuertemente abroquelada en el pensamiento clásico impuesto por
el último Humanismo, el Humanismo
postridentino, aún cuando la lectura de
Aristóteles era aún una lectura latina, es decir, apuntalada en el utilitarismo
de Horacio y Quintiliano.
[2] No obstante no haber dado una
definición completa de la epopeya, cuando se refiere a la jerarquía de los
géneros en el capítulo 26, dice Aristóteles que la epopeya es superior a la
tragedia porque “está dirigida a espectadores distinguidos, que no necesitan
para nada los gestos” marcando la diferencia con la tragedia y su finalidad
catártica (62ª 2-4). Hay pues, de manera implícita, un fin preestablecido que
tiene que ver con una cierta dignidad del receptor y sus motivaciones.
[3] Aún cuando queda claro y sin
contradicciones que el arte en su necesidad constructiva no exija otra
finalidad que la de su misma razón de ser, tal como queda expreso en la noción
misma de tekné.
[4] La
primer obra importante de este tipo es el Evangeliorum Libri Quattor del poeta híspalo Juvenco, compuesta hacia el 330. Esta
obra inicia una larga serie de poemas bíblicos, latinos en un primer momento, y que tienen un gran
valor en orden al discurso crítico: todos toman como modelo a la Eneida
y, a partir de allí, la utilización del hexámetro, la dedicatoria al príncipe,
la invocación, la configuración del héroe y hasta la formalización de una idea
política y religiosa seguirán al modelo virgiliano.
[5] Antonio
Vilanova en su trabajo sobre los Preceptistas
españoles de los siglos XVI y XVII, señala que, si por un lado hay una proliferación de las poéticas
latinas: Nebrija, Juan Luis Vives, Fox Morcillo, García Matamoros, Arias
montano, Pedro Juan Núñez, Lorenzo Palmireno, Francisco Sánchez ( el Brocense) con una dedicación casi
preeminente por los géneros didácticos y moralizantes, no ocurre lo mismo
respecto de la producción poética propia. Hay pues en España pocos teorizadores
vernáculos. Los más importantes son, sin dudas, Alonso López, llamado el
Pinciano, autor de la
Philosophia Antigua Poética y Francisco Cascales y sus Tablas Poéticas. Ambos reciben una
fuerte impronta italiana, particularmente de Antonio da Tempo y sus comentarios
a Petrarca, de Gian Giorgio Trissino, Girolamo Muzio y de Ruscelli, entre
otros, cuyas obras constituyen, básicamente, una suerte de manual del verso y la versificación italiana.
[6] Esta
impronta persuasiva opera, entre otros, en dos aspectos fundamentales de la
producción poética: uno, la presencia textual
del sujeto poético. Esta inflexión de la enunciación en el texto no es de corte aristotélico, pero
es una licencia que el poeta cristiano toma con el fin de, al aproximar la voz
creadora a la recepción, darle a la
intención persuasiva una mayor
efectividad.
En la implementación de esta primera persona, que asume en ella al género humano, se aprecia la presencia señera de las Confesiones: cui narro haec?
Neque enim tibi,
Deus meus; sed apud te narro haec generi meo, generi humano, quantu lacumque ex
particula incidere potest in istas meas litteras. Et ut quid hoc? Ut videlicet ego et quisquis haec legit
cogitemus, de quam profundo clamandum
sit ad te. (Conf. 2.3.5)
Fórmula y expresión de la subjetividad que encuentra en
Dante quizás uno de sus mejores maestros.
[7] Es
evidente que la filosofía poética expuesta en los Discorsi toma como texto de
referencia la misma Gerusalemme o
quizás también, gran parte de la
Aminta lo que hace que muchas de sus reflexiones sean
en gran medida una justificación de los aspectos originales y en cierto sentido
transgresores de sus propias obras. No obstante, los Discorsi fueron sin duda la lectura que el Humanismo devoto y
contrarreformista hizo de la filosofía poética clásica.
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