Colegio Español de Nuestra Señora del Pilar y Santiago Apóstol

COLEGIO ESPAÑOL DE NUESTRA SEÑORA DEL PILAR Y SANTIAGO APÓSTOL
Una institución educativa que tenga como fin llevar las almas para el Cielo educándolas en lo mejor de la tradición hispánica (click aquí para versión en español o aquí para versión en inglés)

domingo, 13 de septiembre de 2015

Algunas reflexiones en torno a la configuración épica-barroca... por la Dra. Elena Calderón de Cuervo



Cosmovisión político-religiosa
Fiel al modelo virgiliano, La Christiada está compuesta  de doce libros. Estrictamente centrada en los requisitos del género y en el tiempo real de una jornada y media, relata la Pasión de Cristo desde la última Cena hasta el enterramiento:

Y cuando estos misterios acabaron
tristes en el sepulcro lo dejaron.

Sobre la base de este riguroso tracto histórico, el poeta acumula un impresionante y complejísimo aparato doctrinario que tiene por objeto actualizar  y resignificar el misterio del Gólgota desde el programa de gobierno que justificaba la instalación del sistema de  los virreinatos americanos.  Así entonces, siguiendo  los requerimientos  del género, el autor  instala en forma de tropos o figuras literarias los principios  teóricos en función de los cuales  expondrá su cosmovisión político-religiosa.
Ya se vio cómo Hojeda  dedica su poema  al marqués de Montesclaros, a quien elogia por sus condiciones de gobernante.  Luego de instalar el eco virgiliano  desde el primer verso: Canto al Hijo de Dios, Humano y muerto, las estrofas 3 y 4 del Libro primero se dirigen  al Marqués:
Tú, gran marqués, en cuyo monte claro
la ciencia  tiene su  lugar secreto,
la nobleza un espejo en virtud raro,
el Antártico mundo un sol perfecto,
el saber premio y el  estudio amparo,
y la pluma y pincel dino sujeto:
oye del Ombre Dios la breve historia,
infinita en valor, inmensa en gloria.

Verás clavado en Cruz al Rey eterno:
míralo en cruz y hallarás qué aprendas;
que es una oculta cruz el buen gobierno,
y en tu cruz quiere que  a su cruz atiendas.
Aquí el celo abrasado, el amor tierno,
de rigor y piedad las varias sendas
por donde  al cielo un príncipe camina,
te enseñará con arte y luz divina.

Es entonces, el tópico del Príncipe, asociado a la figura de Cristo que reina desde la Cruz y fuertemente abroquelado en la filosofía de Santo Tomás, el cauce por el cual Hojeda expone sus principios de buen gobierno. Las condiciones naturales de Montesclaros de nobleza y sabiduría  son el pendent  de la prudencia que habrá de llevarlo a la contemplación del Crucificado para, de cruz  a Cruz, comprender con seguro golpe de vista las sendas de rigor y piedad  que han de ser el camino que asegure su conducción.
En las palabras que dirige Hojeda a Montesclaros, por su ilustrísima sangre, respetada entre los grandes de España, y que aparece como dato cotextual, luego de la  serie de aprobaciones -desde la del Rey a la de  Fray Agustín de Vega- el autor  justifica esta dedicatoria por tres razones que especifica puntualmente:
La primera: por la Sabiduría y gran conocimiento que de buenas letras  ha comunicado Dios a vuestra Ecelencia, que de esto deben ampararse los libros que desean con razón perpetuidad.
La segunda: porque quien ha gobernado los dos reinos de las Indias Occidentales, i el archivo de sus tesoros, Sevilla, con tanto acertamiento y prudencia, es justo se le ofrezca por espejo, la fundación i acrecentamiento i premio del reino del Salvador, Rey de reyes verdadero.
La tercera: el  ver  a vuestra Ecelencia tan aficionado a pobres en las primeras provisiones deste Reino  y tan reto distribuidor  de la justicia en las segundas de Chile impelió mi deseo para poner en manos de  Príncipe tan justo y misericordioso, la unión  más admirable de la Justicia i Misericordia de Dios.
Hojeda exalta en Montesclaros sabiduría, prudencia y justicia considerándolo como una encarnación particularmente elevada de la virtud humana en general, como un hombre que por la excelencia de su gobierno da pruebas de haber salido victorioso de sobrehumanas pruebas a las que sólo está expuesto el poderoso. Y si Santo Tomás termina su Tratado del principado político afirmando que el soberano, por haber ejercido fielmente el divino oficio de rey en su pueblo, tendrá  por recompensa el estar más cerca de Dios (Reg. Princ. I,8), Hojeda reclama  para Montesclaros como justo premio el Reino del Salvador, Rey de reyes verdadero.
De esta manera, el poema se propone como un manual del buen gobierno recuperando aquel dato esencial de la categoría épica y que había inspirado tanto a Homero como a Virgilio pero que se había perdido con la saga novelesca de los Orlando del Renacimiento, de Ariosto, Boiardo y Luigi Pulci.
Como complemento del tópico central del Príncipe y asociado a la figura  del Cristo paciente, se desarrolla en el poema  el simbolismo de la corona:
El dato iconológico de la  corona despliega su sentido en tres  direcciones: su situación en el vértice de la cabeza le confiere una significación preeminente, comparte no solamente los valores de la cabeza, cima del cuerpo humano, sino también los valores de lo que rebasa la propia cabeza, el don venido de lo alto. Su forma circular indica la perfección y la participación en lo sobrenatual, cuyo símbolo es el círculo; une en el coronado lo que está por debajo de él y lo que está por encima, pero marcando los límites que, en el Príncipe separan lo terreno de lo celestial, lo humano de lo divino. Es decir le recuerdan al rey que es hombre y que como tal  gobierna y que, al mismo tiempo, su poder viene de Dios y a Dios debe ser remitido. Esta constante doble referencialidad de la corona inspira la larga descripción de la coronación de espinas del Libro IX:

Y determinan darle una corona
que el reino imaginado represente,
y como a rey adorne su persona,
y como a rey culpado le atormente;

Si por un lado el dolor que causa la incrustación de la corona es en Cristo el dato de su más patética  humanidad:

¡Oh  gran dolor! Entraban las espinas,
y algunas al entrar se despuntaban,
otras las sienes de Jesús divinas
y el sagrado cerebro traspasaban;
otras con reverencia más beninas
entre el cuero y la carne se engastaban;
y otras de más aguda fortaleza
al hueso se arrimaban con presteza.

Pero, por otro, es precisamente ese “dolor” “mi ganancia”: ésta en el modo, aquél en la sustancia.
La corona representa en Hojeda la plenitud de la monarquía:

Que si bien de espina te ciñeron,
como a su rey al fin te coronaron,
y aunque de tu poder mofa hizieron,
humildes obediencia te juraron;
bien sé que con las manos te hirieron,
más luego las rodillas te hincaron;
cetro de escarnio y púrpura tuviste,
pero con ella y él resplandeciente.

No es una mera ni arbitraria alegoría poética la que ofrece Hojeda en este retrato iconográfico del Príncipe, al que lo adorna con los  atributos de la Pasión y, como a tal también, lo enfrenta con la Muerte, única Soberana del tiempo:
De rutilante púrpura vestida,
y por mofa vestida se le ofrece,
y una caña por cetro recebida,
con que el rostro le hieren, aparece:
es muerte que la cruz venció a la vida,
y así la cruz en ella resplandece;
crucificada  viene: ¡oh muerte fiera!
Dios te ve, Dios te teme y Dios te espera.

Quizás estas octavas significan el memento homo del príncipe.  Ante la  presencia de la muerte ha de vivir  y reinar el soberano y esta idea está en toda la poesía político-teológica de la época. No  exclama acaso el infeliz Segismundo
Sueña el rey que es rey y vive
con este engaño mandado,
disponiendo y gobernando,
(…)
y en cenizas los convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!)

¿Que hay quién  intente reinar,
viendo que ha de dispertar
en el sueño de la muerte?
Todo soberano ha de vivir de cara al trance final de la Muerte, en cuyo juicio encontrará la ponderación definitiva de su gobierno. Dante en el Canto 18 del Paraíso divisa a los reyes justos bajo la figura estelar del águila

Diligete iustitiam fue el primer verbo y el primer nombre que dibujaron. Qui iudicatis terram fueron  los últimos… Y vi descender otras luces allí donde estaba la parte superior de la M y quedarse allí cantando, según creo, el bien que las atraía. Después, como al golpear tizones encendidos brotan innumerables chispas, que los tontos suelen tomar  por augurios, parecióme ver brotar de allí más de mil luces  y subir, cuál más, cuál menos, tal como las había distribuido el sol que las encendió y, fija cada una en su lugar, representar claramente la cabeza y el cuello de un águila” (Parad. 18: 88-108)

Interpretar etas imágenes, tanto en Dante como en Hojeda, en un sentido más o menos figurado, es interpretarlas mal. Su fundamento es cabalmente una visión del más subido  realismo político en cuanto a los riesgos que de ordinario acechan al soberano y  de la casi sobrehumana dificultad que entraña  la tarea de dar cumplimiento a la justicia distributiva.
Esta manera de presentar al soberano admite los contenidos de la más patética humanidad y ubica el tópico del príncipe como centro y  fin de todo el drama del Gólgota. Tanto en el plano  estructural como en el semántico, la condición humana  llega a tener, en el poema, el alcance de una tesis. Este aspecto del poema que, por otra parte  ponía en  evidencia un tema de gran actualidad en el horizonte religioso europeo, venía a insertarse en el programa político del Patronato que aunaba todos sus esfuerzos en la lucha contra la idolatría en afán de rescatar tantas almas del poder de los demonios temidos “del Pirú (…) que en luzientes culebras se mostraron”. 
No  puede obviarse esta referencia política  del poema, pues el poeta americano – y Hojeda lo era con toda la decisión de su voluntad- no era solamente hombre de su época que advertía que los tiempos habían acelerado su final, sino un convencido militante del imperio. Fue Donoso Cortez quien dijo que detrás y en el fondo de una gran política late un fundamento religioso. La formación teológica de nuestro dominico le permitió comprender que la argamasa que une las virtudes del príncipe en el contexto del dinamismo moral es religiosa y un gran imperio no puede afianzar sus fundamentos si no conserva la integridad de su fe.
Para terminar, es importante señalar que la epopeya  de los siglos XVI y XVII fue de suyo un género inauténtico, ocupado más en transmitir una idea que en captar el sentir de una civilización.   Para ver nacer el genio épico en Hispanoamérica, con toda la carga emotiva  y profética de su ethos viril y guerrero, habrá que esperar  el canto elegíaco del Martín Fierro, y preguntarnos, con Jorge Manríquez qu’e se fizo aquel imperio y  ver  con la misma musa épica  que inspiró a Homero y a Virgilio a cantar sus furias y penas,
cómo brotan las quejas de su pecho,
como un lamento sentido;
y es tanto  lo que ha sufrido
y males de tal tamaño
que reto a todos los años
a que traigan el olvido.
(Vuelta. I, 18)

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