¡BUEN
CAMINO!
“Este mundo es el camino para el otro que es morada
sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar”
(Manrique)
El espíritu religioso
predominante en la Edad Media se manifestó de múltiples maneras: en la
Teología, la Filosofía, la mística, la política, el arte, etc. Así, todas las
actividades humanas fueron impregnadas del espíritu cristiano de modo que, a
diferencia de nuestros tiempos, todo se veía “sub specie aeternitatis”, es
decir, se valoraba en la medida en que ayudara a alcanzar la vida eterna. No
significa esto que todos fueran santos ni mucho menos. Pero sí que, aún cuando
se transgredieran las leyes divinas, éstas seguían siendo consideradas como
divinas y pocos se atrevieran a cuestionarlas o desafiarlas. Y quien las
desafiara, debía pagar privada y públicamente aquel desatino.
Así surgió la idea de purgar los
propios pecados mediante las peregrinaciones.
De modo que se concibieron como
una forma de ofrecer a Dios un sacrificio reparador y corrector por las malas
acciones cometidas. Cobraron también mucha importancia en aquellas situaciones
en las que el transgresor había cometido un pecado público y por lo tanto su
reparación también debía ser pública. Era una forma de demostrar el
arrepentimiento ante los semejantes. Otras razones fueron pedir una gracia
especial, por la salud de un enfermo, por la conversión de algún pecador etc.
Tres grandes centros se
convirtieron entonces en lugares de peregrinaciones: Jerusalén (allí donde
nació, vivió, murió y resucitó Nuestro Señor), Roma (donde predicó y murió San
Pedro y por tanto sede del papado) y Santiago de Compostela (donde predicó el
apóstol Santiago el Mayor). A los que se dirigían a Jerusalén se les llamaba
“palmeros”, a los que iban a Roma
“romeros” y a los últimos “peregrinos”. A éstos últimos voy a referirme.
Origen
de las peregrinaciones a Santiago de Compostela
Después de la Ascensión de Jesús
a los cielos, los Apóstoles fueron fortalecidos por el Espíritu Santo y, con el
objetivo de cumplir con el mandato de predicar el Evangelio a todas las gentes,
se pusieron en camino cada cual al destino que la Providencia Divina les
mostraba. Así fue como Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de
Juan, se dirigió a lo que hoy conocemos
como Galicia, en el norte de España. Pero antes de partir, según la tradición,
tuvo la promesa de la Virgen de que Ella se haría presente en el lugar donde se
encontrasen más personas dispuestas a vivir el Mensaje de su Hijo.
De Galicia pasó a la ciudad
romana de Cesar Augusto, hoy Zaragoza, a orillas del río Ebro, donde, el 2 de
enero del año 40, cuando se encontraba en oración con sus discípulos, oyó voces
de ángeles que cantaban “Ave María” y vio aparecer a la Madre de Cristo de pie,
sobre un pilar de mármol quien le pidió que construyese una iglesia y que el
altar estuviese en torno del pilar donde estaba Ella. Así fue iniciada la
construcción de la Iglesia de “Santa María del Pilar”, primer templo dedicado a
la Madre de Jesús.
Al parecer, desanimado por las
dificultades para evangelizar en la zona, decidió volver a Jerusalén, donde
sufrió el martirio por orden del rey Herodes Agripa, en el año 44. Sus
discípulos, San Atanasio y San Teodoro llevaron el cuerpo de Santiago a
Galicia, donde le depositaron en el interior de la arqueológica arca marmórea, un monumento en el que se
depositaban y podían trasladarse los restos del difunto que ha llegado hasta
nuestros días. La nave en la que se trasladaron se detuvo en Iria Flavia, hoy
Padrón, en la Provincia de La Coruña.
A causa de las guerras y otros
avatares, se perdió la memoria de su emplazamiento hasta que, a principios del
siglo IX, probablemente entre los años 812 y 814, bajo el reinado de Alfonso
II, el Casto, que resistía en Asturias a la invasión musulmana que había ocupado
toda España y entrado también en el reino franco, gracias a
una luz o estrella luminosa que salía de la tierra, fue
hallado milagrosamente, el lugar donde residían los cuerpos del apóstol y sus
dos discípulos Atanasio y Teodoro por el eremita Paio y el Obispo Teodomiro.
Fue llamado Campus Stellae, y de allí
Compostela, donde se construyó un
santuario.
El
eco de la noticia y el movimiento para acudir al lugar fueron extraordinarios.
En palabras del rey Alfonso X, el peregrino se pondrá en camino “para servir
a Dios y honrar a los Santos, y por sabor de hacer esto extrañanse de sus
lugares e de sus mujeres, e de sus casas e de todo lo que aman, e van por
tierras ajenas lacerando los cuerpos o despendiendo los haberes, buscando los
santos” (Partida I, 24).
Al hecho
milagroso del descubrimiento de los restos del apóstol se añadió la inestimable
ayuda que prestó el Santo en las luchas por la reconquista de la España
sometida por los moros, especialmente durante la mítica batalla de Clavijo, el
23 de mayo del 844 gracias a la cual se instituyó el llamado “Voto de Santiago”
por el cual los campesinos se comprometieron a pagar un diezmo que recién fue
abolido por las Cortes de Cadiz, a principios del siglo XIX.
Poco
a poco llega a conformarse toda una liturgia y una especie de “orden” de los
peregrinos, con oraciones, bendiciones, vestidos propios, símbolos, etc. Se
determinan también etapas y lugares en los que reverenciar la presencia de
otros cuerpos de santos en el Camino, en los que se construyen también grandes iglesias,
como por ejemplo las de San Martín de Tours, San Marcial de Limoges o San
Sernin de Toulouse.
El
interés profundo que despertó el sepulcro del Apóstol hará del Camino un factor
decisivo de la construcción de la Europa cristiana. No sólo porque se
convertirá en una gran vía de comunicación de experiencias religiosas,
intelectuales, artísticas e incluso económicas, sino ante todo por el
significado mismo de la peregrinación para la fe. El que se pone en camino deja
su casa y supera las fronteras de pueblos y lenguas, para encontrarse en otras
tierras una misma fe, una misma raíz histórica de su identidad más verdadera,
una misma “memoria” apostólica como origen de lo fundamental de su forma de
vida. En el Camino resulta esencial la búsqueda propia de la persona, su
dignidad, su capacidad de encuentro y de comunión, la afirmación del propio
destino “mas allá” ( ultra-eia), en la gloria de la que habla el Pórtico de
Santiago. Sin el testigo apostólico, sin el Camino y la conversión personal, no
se explica bien la evangelización de Occidente ni el alma de la Europa que
alborea en los siglos IX y X.
Las
dimensiones y el significado eclesial adquirido por la peregrinación a Santiago
serán confirmados por las gracias otorgadas por los romanos pontífices, especialmente
por el Jubileo del Año Santo, el Año de la Gran Perdonanza, cuando el 25 de
julio cae en día domingo. Esta concesión es hecha definitivamente por el Papa
Alejandro VII en el año 1179, confirmando privilegios anteriores otorgados por
Calixto II ( 1118-1124), hermano de Raimundo de Borgoña y tío del rey Alfonso
VII, que había sido gran benefactor de la iglesia de Compostela.
Entre
los peregrinos ilustres del Camino encontramos: Aimeric Picaud (autor de la
primera guía en 1130), San Francisco de Asís, los reyes católicos Fernando e
Isabel, el emperador Carlos V (I), Felipe II, Santa Isabel, Jaime el
Conquistador y, mucho más reciente, Angelo Roncalli (Papa Juan XXIII) entre
millones.
Todavía hoy sorprende la cantidad
de peregrinos que emprende el Camino de Santiago. Mantiene una vigencia
extraordinaria que puede comprobarse por el certificado oficial (Compostelana o
Compostela) que se entrega a aquellos que hubieran realizado al menos parte del
Camino a pie (mínimo 100 km) o en bicicleta (mínimo 200 km) y que en el año
Santo del 2010 llegaron a 272.000 almas.[1]
Aunque
habitualmente se habla del “Camino de Santiago”, no podemos decir que haya uno.
En verdad son muchos los itinerarios que pueden recorrerse. Depende del lugar
desde donde se inicie la partida. El más común es el “Camino francés”, pero
también están el “Camino del Levante”, el “Camino del Cantábrico”, el “Camino
Asturiano”, el “Caminho Portugués” etc. Nos referiremos al primero por ser el
de mayor tradición.
[1] “El crecimiento del número de peregrinos en los últimos años es muy grande,
sobre todo a partir de las últimas visitas de Juan Pablo II en 1982 y con
motivo de la JMJ de 1989, en la que acompañaron al Papa más de 500.000 jóvenes
en el Monte del Gozo. Un año tras la celebración de la Jornada fueron ya 4.918
los peregrinos, que en 1.992 llegaron a 9.764. Pero el Año Santo de 1.993 se
expidieron 99.436 certificados o “compostelas”, documento en el que se acredita
haber recorrido a pie al menos 100 Km. del camino; en el Año Santo de 1.999
fueron expedidas 154.613, en el de 2.004 se llegó a 179.944 y en este Año Santo
de 2.010 han sido unos 272.000 los peregrinos oficiales, entre los que ha
estado también S.S. el Papa Benedicto XVI. Los visitantes de Santiago se
cuentan además por millones.” (Alfonso
Carrasco Rouco)
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